“Creo que estás un poco lejos de Dios” – me dice. Abrió su biblia y se sentó junto a mí. Me señala algunos versos para que los lea, es una biblia enorme y vieja, las hojas están llenas de diminutas flechas, anotaciones e intrincados esquemas. Todas las hizo él, al parecer ha invertido algún tiempo estudiando. Estoy leyendo los versos en voz alta y concentrado en el pronunsieision, pero entre nombres y oraciones en inglés antiguo no entiendo de qué trata. Él, haciendo uso de todas esas tachaduras, comienza a explicarme cómo es que esos señores se esparcieron por el mundo y por qué los ricos son ricos y los pobres son pobres y que, al final, nos iremos todos al demonio. Está completamente convencido de que eso ocurrirá muy pronto. Ha estado guardando desde hace tiempo un montón de latas, agua y artículos de supervivencia en la cajuela de su auto. Después del gran temblor se fue a vivir a su garaje por un par de semanas, esperando el momento de escapar, vivir en las rutas, Mad Max. Estoy un poco contrariado, no sé si es por él, o porque comparto cama con Gael, o porque no hice mi primera comunión y el día del juicio se acerca.
Vivimos en casa del plomero. Nos permitió quedarnos por una temporada a cambio de ayudarle a escombrar el lugar y hacer algunas reparaciones. Gael es su asistente. Asistente plomero. Mañana se irían a trabajar muy temprano. Yo tendré que ir meterme a las agencias de empleo, estoy decidido a no regresar sin uno. Después de acordar que cucharita no vale, nos acomodamos en lo que nos parece ahora un microscópico sofá-cama, tan lejos uno del otro cuanto pudimos. «No me importa si es tu codo o tu rodilla conchugo, si siento algo duro cerca de mi, te mato». Tal vez el plan de dormir cada quién en una banca del parque no era tan mala idea.
“Bueno, tenemos dos vacantes. Una es en el día, acomodando productos en las bodegas del supermercado. La otra es por las noches, aspirando alfombras en la vieja escuela de medicina”. Suena ganador. “Y puedo tomar ambos?”- pregunté. “Puedes hacerlo, pero piénsalo bien, son muchas horas y vas a terminar algo loco”. Démelos todos para llevar comiendo… me dije en lo que firmaba las hojas.
Estaba excitado por el trabajo en el supermercado. No todo estaría perdido. Podría aprender muchas cosas de mercadotecnia, estar en contacto con cientos de productos, diseño de envases, ver la competencia de marcas en su máxima expresión. O podría olvidarme de patrañas y ligar con las cajeras. El supermercado queda algo lejos, me desperté muy temprano y caminé veinte minutos hasta la parada de autobús. De ahí otros 40 minutos hasta las puertas del Countdown. Me presentaron a los jefes, una triada de infelices. Así eran, no sonreían nunca y no tenían idea de qué hacer cuando alguien por error les decía “buenos días”. Un poco más tarde me fui a dar una vuelta por las cajas, pero me encontré con que las cajeras eran un montón de viejas despeinadas. Así que, dadas las inclemencias sociales, me concentré en ser el mejor acomodador de súper en la historia. Iba y venia apurado con el carrito lleno de cajas y colocaba de prisa los desodorantes y las mermeladas en los anaqueles, revisaba que la información en las etiquetas concordara y acomodaba de nuevo las latas de atún en aceite que algún acomodador sin oficio había dejado por error en la sección de las latas de atún en agua. Luego descubrí un placer secreto. Poner en orden todas y cada una de las bolsas de papas fritas.
Salí corriendo del supermercado para alcanzar el autobús y llegar casi a tiempo a la escuela de medicina. Está conectada al hospital general de Christchurch, es un edificio alto y viejo con cientos de puertas y lugares secretos. Me dieron una de esas aspiradoras que se cuelgan en la espalda como de los cazafantasmas y una tarjeta de proximidad. Mi jefa es una viejecilla con la cabeza blanca, camina muy despacio, al parecer a causa del kilo de llaves que carga al cuello. Esther. “Son 10 pisos, puedes hacerlos en el orden que quieras, sólo procura terminar a tiempo muchacho. Los pisos 2 y 4 tienen laboratorios, trata de no tocar, tampoco te toques los ojos, o la cara, bueno, de preferencia no te toques nada”. Me dio un manojo de llaves para las oficinas. “Si necesitas algo llámame al celular, no hay muchas personas a esta hora”. Eso en realidad significaba que no había nadie. Armado con audífonos y aspiradora me interné en el desolado edificio y comencé a subir y bajar tratando de terminar a tiempo sin perderme. Al final dejé todo en una bodega en el sótano y llamé a Esther para reportarme. “Oh, ya estoy en casa muchacho, pero bien hecho, nos veremos mañana, misma hora…”. Salí a las 11 de la noche del lugar. Podría tomar el autobús, pero ahorrarme esos 3 dólares resulta vital, así que preferí caminar atravesando el gran jardín botánico. En hora y media estaba de vuelta en casa.
Ambos trabajos quedan tan lejos uno del otro como de la casa de Pete (el plomero). Salgo a las 6 am y estoy de vuelta a media noche. No hablo con muchas personas, la gente en el supermercado es algo hostil y la gente en el hospital, bueno, no hay. Al regresar por las noches Gael ya está en cama, platicábamos unos minutos pero al final estoy tan cansado que al siguiente día no recuerdo la conversación. Siempre he hablado solo, cuando voy manejando por ejemplo. A veces mucho, a veces nada. Pero en estos días, me volví un conferencista.
El tiempo pasa rápido. En el supermercado trabajamos cada día un pasillo diferente, aunque cuando nadie me ve escapo para acomodar la sección de las papas fritas. Siempre me muevo de prisa, así que desde hace unos días me mandaron a trabajar en los refrigeradores. Estoy a cargo del helado, las cenas de microondas, el pollo del numero 18. En las bodegas hay un enorme congelador, -21 grados, paso metido ahí la mitad del día tratando de encontrar lo que hace falta en la tienda. Luego de unos minutos los pelos de la nariz me pican de congelados. Pero lo peor son las manos. Durante el día en el refrigerador, durante la noche la aspiradora caliente. Así que se me han ido pudriendo de a poco. Un día me olvidé los guantes y aprendí que los dedos también se pegan al metal cuando está muy frío.
“So byyyee byyyeee miss a-me-ri-can pay, drove my Chevy to the levee but the levee was dry…”. Mi voz se mezcla con el ruido de la aspiradora y rebota en los pasillos. Canto fuerte y espero que sea suficiente para ahuyentar a los espíritus. Que?. Pues sí, es un hospital. Gente muerta. Todas esas horas invertidas en videojuegos de miedo se han traducido ahora en una paranoia del terror. Los viejos muebles, las fotos en las paredes, los elevadores que nunca se detienen en el piso 3 y todas esas puertas con nombres de gente que no conozco y que voy abriendo y cerrando y abriendo y cerrando sin encontrar a nadie a lo largo de estos largos corredores sin luz. Además Esther no es de mucha ayuda. Anda en silencio por los pasillos, caminando encorvada, tétrica, con todas esas llaves atadas al cordel que estruja su cuello. Un día nos encontramos en el sótano.
“¿Y tu, por qué estás aquí?” – me preguntó acomodándose las llaves.
“Vine a vaciar la aspiradora…”.
“Pero hace diez minutos te fuiste a despedir, me dijiste que tenías que irte…”.
“Mmm, no era yo Esther, ésta es la primera vez que nos vemos en el día …”.
“….pero estoy segura…eras tu… te despediste…” – me dijo con la mirada perdida al infinito y se alejó despacio, hablando sola. Yo sólo espero que sea una viejecilla chispa y me esté haciendo una broma de limpiadores de escuelas de medicina.
Al oscurecer, el lugar más inhóspito es la biblioteca. Siempre la cierran por dentro, así que para poder entrar hay que bajar un piso y pasar por las bodegas entre los anaqueles del archivo muerto, atravesar un par de puertas y subir en completa oscuridad por una escalera interior. Durante el trayecto se escuchan todos los sonidos atrapados, las paredes acomodándose, el eco de años y años. Wispers in the dark. Voy empuñando el mango de la aspiradora por delante mientras me tomo del barandal, es imposible no recordar la de Silent Hill. Charan charaaran rarara chara Rahn…. Mientras voy subiendo trato de no tropezar con los escalones y a cada paso siento como lentamente se me enchina la piel. Ando un poco a tientas junto a los estantes y voy entrando en un proceso de metamorfosis, de cada poro comienzan a salirme cientos de blancas plumas y en sólo unos segundos estoy hecho un total gallina. En esta oscuridad, arrastrando los metros y metros del cable de la aspiradora que me conectan fuera de aquí como una línea de vida, parece que el interruptor de la luz se aleja, está a miles de años luz, más lejos que la casa del plomero, más lejos que una oficina con mi nombre en la puerta. “I started singing…………baaaaaai baaaaaiiiii miss american paaaaaiii…”
No es la mano del zombie, es la mía.
QUE MIEDO OMARCITO!!! Sólo espero que en una de esas digo no es por asustar, pero que no pase eso que la aspiradora es una devoradora koblenz y toma vida y tu saliendo del estante de los libros su cable salga desde el techo y te envuelva el pescuezo… que miedo.
Mira, tus manos de zombie no están mal, parecen las de un carpintero o un campesino, MANOS DE HOMBRE TRABAJADOR…
Ahora ponte a pensar…¿en verdad valió la pena estudiar Diseño y Comunicación Visual?
¿Cambiarias el acomodar latas por un ejercicio de morfología?
Un abrazo y eso de para llevar comiendo me recordó a mi Muégano Experimental.
Omar !!!! solo recuerda tener bien afianzada la aspiradora de cazafantasmas para que cualquier eventualidad o ser extraño que te quiera jalar las patillas sea aspirado a lo mas profundo del filtro y no moleste mas.
Un abrazo, besos y mucha buena vibra.
Pues que te digo cuñao….. Sea valiente com en el silent hill y levante con cuidado la lampara para poder ver al rededor no sea la de malas que te encuentres al mero diablo… hahaha o algo peor tu sabes algo asi como resident evil.
Cuidate Man y aguas con los terremotos…..